Había una vez, un saltamontes en
mi parabrisas del coche. Cuando estuve sentado delante del volante y con la
mano en la llave para darle al arranque, me dio por acercarme hacia el cristal
y mirar las grietas que tenía este insecto en su cuerpo, sus ojos fijos sin
pestañas, o por lo menos no las usaba, y sus patas posadas en el vidrio
trasparente. Despacio alargué el brazo hacia el asiento del copiloto donde
posaba mi estuche con la cámara fotográfica, esperando que al bicho no se le
ocurriera empezar a realizar un salto, habituales en estos animales. Sin dejar
de mirarlo hice rodar la esfera de programas de mi Nikon hasta que por el rabillo
del ojo observé que había llegado a la opción de “macro”. Me coloqué la cámara
en la cara y empecé a encuadrar la escena, acercándome lo que pudo dar el
enfoque del objetivo, abrí diafragma y aumenté velocidad hasta que mi sensor
manual me indicó una luz perfecta.
Disparé y saltó.
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